Ésta
es la historia de Simón, una paloma muy distinguida, perteneciente a la no
menos distinguida familia de palomas mensajeras.
Simón, siendo aún muy joven, ha logrado
graduarse con honores en la profesión que han ejercido todos sus ancestros. “La
Mensajería” es la mayor aspiración que pueda tener toda paloma que se respete.
Esto no significa que el oficio del resto de las congéneres de Simón no sea
loable, ni mucho menos, al contrario, ¿qué sería de las plazas sin ellas?, ¿cómo
se divertirían niños y adultos sin lanzar cotufas a las palomas o corretearlas
alrededor de las adustas estatuas que suelen colocar en medio de las plazas?
Las mensajeras comprenden que las
palomas grises poseen toda la libertad, surcan el cielo y sólo se detienen
cuando así lo desean o si sienten hambre. Pero, qué saben ellas del valor de la
libertad o de las cosas importantes. Simón, al igual que el resto de sus congéneres,
está convencido de que ellas desconocen algo que sólo las palomas mensajeras
pueden saber.
Arriba, arriba, muy alto, un proyectil
alado dibuja rectas, curvas, círculos de satisfacción en el azul celeste. De
pronto frena su júbilo, como quien advierte el olvido de lo más presente que
tenía, levanta su frente tanto que su visera no le impide ver más arriba de lo
más alto, inspira hondamente hinchando mucho más su robusto y nevado pecho,
finalmente cruzando sobre éste su ala derecha, se le escucha decir en tono
solemne:
-La libertad tiene
sentido en tanto nos permita hacer el bien. Dominar el firmamento pierde
importancia si nos impide divisar el horizonte.
Ese es el lema que todas las palomas mensajeras aprenden
a fuerza de repetirlo cada mañana antes de comenzar la jornada.
Simón está seguro de saberlo todo…
Pues bien, ha llegado el momento,
titularse no es suficiente, ahora es necesario cumplir con la labor que le
corresponde. El recién graduado alista sus alas con ejercicios que bien ha
aprendido en la escuela de mensajería: arriba, abajo, uno, dos, tres, cuatro y
uno, dos, tres, cuatro y uno… Luego se asegura de que su visera esté brillante
y quede bien ajustada en su frente, después asienta el hermoso plumaje blanco
de todo su cuerpo.
Simón está listo, llegó, al fin, el
momento anhelado.
“¡Seré el mensajero de la paz!” Se
imagina llevando la paz por todo el mundo. La gente aclamando: -¡La paz ha
llegado! –Una paloma mensajera la ha traído. Ramos de rosas y jazmines, corona
de laureles. El mensajero es admirado por todos. Simón es un héroe…
El incauto novato es despertado bruscamente
de su sueño. El mensaje que debe llevar no es tan trascendental como el que él
esperaba. Sucede que a Doña Rosita, una coneja muy simpática, se le adelantó el
parto, así que la primera misión del pequeño soñador consiste en avisarle a la
cigüeña de guardia, que el lunes a las seis de la tarde, en punto, debe
presentarse en la madriguera de la futura madre. ¡La encomienda es de suma
urgencia!


Cabizbajo y desmoralizado se encuentra
el ingenuo Simón, sin embargo, desde su garita eleva el vuelo para llevar a
cabo la labor encomendada. Si no fuera por el viento las lágrimas hubieran
empañado su visión. Aunque recibió honores por su vuelo impecable a gran altura
recorriendo distancias infinitas a velocidades incalculables, esta vez no logró
un desempeño destacado. Sus alas sentían el peso de la decepción mientras la
realidad recién descubierta se atoraba en su garganta ahogando su dulce grajeo.
Parece mentira, por un momento recibió un segundo bautismo, fue un breve, un
sublime consuelo celestial… En la mente un único pensamiento: “La
responsabilidad ante todo, yo cumplo con orgullo, como si fuera el
importantísimo mensaje de la paz, ¡yo cumplo!, ¡yo tengo que cumplir y lo haré
muy bien!”.
Apacible y quieto está de regreso, con
su orgullo menguado, defraudado. Mientras vuela piensa en abandonarlo todo. Es
menester recordar que se trata de un palmípedo joven e impulsivo, aún no ha
aprendido a esperar su momento.

Desde lo alto divisa a un grupo de
palomas en una plaza, retando su instinto, (es sabido por todos que la paloma
mensajera se distingue por su instinto de volver al palomar desde largas
distancias), decide bajar para conocerlas. “¡Quizás ellas sean mis futuras
compañeras!”. El confiado recién ex – mensajero desciende y se posa en el
hombro de la estatua de un antiguo filósofo griego, en el otro hombro reposa
una paloma visiblemente mayor de plumaje apizarrado. Simón socializa con ella,
le cuenta lo sucedido haciéndole saber que podría interesarle ingresar a su
grupo de palomas de la plaza. La del plumaje oscuro lo mira con reprehensión,
pero al advertir su juventud comprende su premura y su osadía, entonces decide
no lanzarlo de allí, aunque se moría de las ganas de hacerlo, en lugar de ello
le habla con toda la sabiduría que ha cultivado en todos sus cuantiosos años de
larga vida.
No se sabe con certeza lo que
conversaron, lo cierto es que pasó largo tiempo mientras la vieja apizarrada
hablaba, hacía muchas preguntas y el parvo níveo escuchaba, respondía y a veces
replicaba. Al finalizar el diálogo, el nuevo discípulo se despidió con promesa
de volver, aquella plaza sería escala obligada en todos los viajes de Simón, el
eterno mensajero. Acto seguido emprendió vuelo, esta vez voló más alto que
nunca.
Mayo, 1999
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