Lo que queda y los que
se quedan tras un país en desalojo
Camino, mis pasos me llevan. Miro
arriba, abajo, al frente, izquierda-derecha, casi nunca miro atrás. Cada vez
veo menos, sé que no es por mi mala visión. Las cosas, las personas, se han
ido, se están yendo. Hace rato que no están. Con las cosas y con las personas
se va, se ha ido y se está yendo algo más, algo intangible, e inefable a veces.
Cada vez hay menos de ese algo. Ayer tarde caminando intenté buscarle un nombre.
La tarde de ayer caminando se me hizo más notorio, tal vez porque creí que estábamos
más cerca del llegadero…
Vivimos bajo la condición de
desalojo. Ha resultado un proceso largo, lento, da la impresión de estar muy
bien meditado, como si la orden se hubiera dado hace tiempo. Y desde entonces
se hubiera ido expulsando todo lo que pudo habernos convertido en un país. Como
si la orden hubiese sido “destierren al país”, “Venezuela estás despedida”.
¿Cuál sería la respuesta ante tal orden de desahucio? Peor ejemplo del que
hemos estado dando los venezolanos, difícilmente lo habrá.
Estos dos párrafos previos son el
inicio de un texto que dejé inconcluso, al que intenté volver más de una vez. Un
texto que inicié hace más de un par de años. Creo que dejé pasar el tiempo para
ver si con el tiempo pasaba algo más. En ese entonces solía caminar por el
actual Boulevard de Sabana Grande, durante el día, para dar unas pocas horas de
clases en un instituto universitario, de Catia a Sabana Grande, por un pago que
equivalía a un redondeo, a un rebusque; que no alcanzaba para mucho, pero que
me permitía interactuar con jóvenes con deseos de ser profesionales y compartir
un poco más con un amigo entrañable.
De Plaza Venezuela al Rosal, ida y
vuelta, lo caminé tantas veces, recién llegada a Caracas, con apenas diecisiete
años, graduada de bachiller, acompañada de dos amigas del alma y otros que
íbamos reclutando en el camino. Ese boulevard lo caminé más veces de noche, de
madrugada, que de día. El Gran Café, El Callejón de la Puñalada, los artesanos,
los músicos de calle, El Julius. De Plaza Venezuela al Rosal, hay un montón de
anécdotas y de recuerdos. Anécdotas y recuerdos que hoy no podría gestar, ni aun
teniendo diecisiete años.
El boulevard que puedo caminar hoy,
es un lugar recuperado “para el pueblo”, por una empresa “del pueblo”, es un
lugar limpio, abierto, amable y con ese sello inconfundible del actual gobierno
que se destaca por recuperar “para el pueblo” los espacios públicos y promover
las artes y los espectáculos populares. Una verdadera maravilla, ni más ni
menos. ¿Por qué será, entonces, que esta maravilla me hizo notar lo que se ha
ido, lo que se está yendo? ¿Por qué será que esta maravilla me hace pensar en
el país que ya no tenemos, que ya no somos? ¿Y por qué será que en esta
maravilla la libertad es apenas una sensación ilusoria? ¿Y por qué será que en
esta maravilla ya no está la simiente del otrora promisorio país?
Mis
amigas, con las que recorría, no éste, sino el boulevard de mis recuerdos,
tantas veces en horas y circunstancias irrepetibles, ya no están en este
territorio, hace mucho que se fueron, según recuerdo la situación política del
momento no tuvo nada que ver con eso, o tal vez sí, su despedida pudo deberse a
una súper visión premonitoria de lo que vendría.
En definitiva lo que hoy vivimos no
es que haya surgido de la nada, es en mucho lo que merecemos, por lo tanto todo
o parte del pasado debió ser augurio de este presente, por lo tanto debimos haber
hecho algo para merecerlo. Lo terrible de la predestinación, es que en el
momento precedente es imposible tener conciencia de las consecuencias, por más
nefastas e inevitables que éstas resultaran ser. Es esto justamente lo que, en
el peor de los casos, nos permite dormir en paz, la ausencia de premeditación
nos deja en la paz de la ignorancia. ¿Algún (ex) chavista podría afirmar, que cada
vez que votaba por el comandante, era consciente de que ponía un granito de
arena de esta gran montaña de bosta que es todo este desastre actual? ¿Acaso Todavía
no hay quienes afirman convencidos, que lo mejor de los adecos y los copeyanos
es que aunque ellos robaban, ellos también permitían a los demás robar?
La destitución del país, que como
vemos inició hace mucho, aún sigue en pleno desarrollo. Las personas continúan
yéndose. Jóvenes la mayoría. Uno dice erróneamente que se está yendo el futuro.
Lo que se ha ido y lo que se va es mucho más. Las personas pueden volver,
algunos se van con ese deseo. Los que vuelvan, regresarán con ganancia, estudios,
dinero, experiencia. Será genial, pero en realidad no es lo que hace falta. Los
que no vuelvan, no harán la diferencia, ellos se lo perderán, pero en realidad
no importará. Ese algo, que nos pudo haber hecho país, ese algo que no está
repatriado, que no está añejándose, que no está guardándose para regresar. Ese
algo que se ha ido, que se va, que se está yendo, ¿volverá?, ¿renacerá? En todo
caso, qué y cómo haremos para recuperarlo. En todo caso, quiénes harán ese qué
y ese cómo.
Cuando camino y miro, lo que veo es ese
vacío que va en aumento. Pronto sumaremos dos décadas de este proceso de
degradación del país. Mi hijo va a cumplir once años. Cuántos bachilleres hemos
graduado con esta visión de territorio en desalojo que se hace llamar país.
Cuántos más graduaremos en este sistema absurdamente anti educativo. No sólo no
tuvimos lo necesario para alcanzar gobiernos responsables, decentes y
progresistas. Es que tampoco hemos sido capaces de parir personas que luchen
por ello.
Ha sido tan fácil desterrar la
dignidad y la ciudadanía. Digo fácil por burdo y básico. Digo fácil, porque
simplemente lo hemos permitido, con esta actitud propia de inexpertos pueriles
con ilimitada paciencia e irracional confianza en el futuro. No sólo lo hemos permitido,
hemos participado, haciendo costumbre actos de corrupción. Históricamente
nuestros gobiernos han promovido el enriquecimiento basado en la oportunidad,
en lo que está al alcance del cargo público que logres desempeñar. El actual no
es el primero ni el único que se comporta como malandro y que apoya a
malandros. Sí es el primero y el único que lo hace abiertamente. Sin duda
alguna es el más vulgar, ordinario, frustrante y acomplejado de todos los
gobiernos que hemos tenido. Me niego a creer que lo mereceré por siempre. Desde
el fondo de mi arrechera espero sea el último de esta calaña.
Sigo caminando, sigo mirando lo poco
que va quedando. El control es admisible si te permiten comprar algo de lo que
deseas. La restricción es comprensible si es equitativa. Lo correcto es lo que
conviene. El fin justifica los medios. Los valores ya no son los motores. El
querer y el poder, justifican cualquier acción. Gobierna el “medalaganismo”
(Genial neologismo que le escuché a una profe socióloga de la UCAB). La autoridad
no surge del reconocimiento, se manifiesta en la amenaza y en el miedo. Para
quienes ostentan algún cargo es suficiente hablar o escribir a través de alguna
red social para que su palabra se considere ley. Para el resto resulta mejor
acatarla y así evitar “complicaciones innecesarias”. La interpretación y la aplicación
de la ley hacen que se incline la balanza. El trabajo no es un valor, los
empleados pueden cobrar su sueldo sin trabajar, basta con que un ministro lo
decrete ofreciendo migajas salariales y días de vacaciones. El esfuerzo no es
un valor, un estudiante puede aprobar sin estudiar, incluso sin cursar, basta
con una resolución y una publicación en gaceta. La justicia se ejerce por los
propios medios. La violencia es la opción válida de respuesta. La impunidad
queda solapada en el correcto procedimiento que no es más que burocracia en
continuo crecimiento.
Los que nos quedamos, en medio de lo
poco que queda, somos un grupo vario pinto. Cuántos de los que nos quedamos
realmente asumimos la responsabilidad de convertir de nuevo este territorio en
una posibilidad de ser un país. Cuántos de los que nos quedamos nos conformamos
con hacer lo mínimo o necesario para mantenernos sin muchas complicaciones
hasta ver qué pasa. Cuántos de los que no emigramos nos quedamos por
convicción, por elección. Cuántos no emigrantes somos temporales, sólo hasta
que aparezca la oportunidad o que se resuelva el papeleo. Para cuántos está en
consideración la opción de irse. Cuántos de los no emigrantes lo somos porque
no hay más remedio, no hay más opciones, porque es imposible considerar estar
en otra parte. Cuántos de los que nos quedamos somos fanáticos de esta
maravilla que lleva el sello del gobierno que recupera espacios públicos, el mismo
sello que coloca en lo que expropia y destruye. Cuántos son niños,
adolescentes, que dependen de la influencia de la familia y de la escuela para
tener una referencia opuesta a esta única realidad que conocen. Cuántos serán
los jóvenes con actitud crítica que opten por la transformación de lo que queda,
que sean capaces de ver en la adversidad la oportunidad. Cuántos de los que nos
quedamos decimos que queremos el cambio y mientras lo esperamos tenemos nuestro
rebusque aprovechando el desabastecimiento o agilizando trámites que el sistema
se complace en complicar cada vez más. Cuántos de los no emigrantes no madrugan
para trabajar, pero sí para hacer colas. Cuantos optan por el insulto, por la
descalificación, la humillación y hasta la agresión física, creyéndolas
opciones justas y necesarias, inmersos en la más pura ignorancia, la de la
ausencia de la razón. Cuántos escudan actos viles y crueles con la
interpretación y aplicación de una ley tuerta y desequilibrada argumentando la
más falsa y ofensiva defensa de los derechos humanos.
Camino y miro en el vacío de lo que
se ha ido. Aún no concluye el desalojo. Hay mucho más que está por irse y más
que se está yendo. Habrá de irse toda la ilusión. De entre lo que queda habrá
de surgir la esperanza. Hace poco una profesora nos definió, a los que nos
quedamos, como los “no emigrantes”, me gustó el término, por eso lo uso aquí,
además afirmó, intentando animarnos, que somos los responsables de lo que
viene, de los cambios que se den y de los cambios que no se den. Somos los
responsables de hacer renacer ese algo que se ha ido. Si alguna vez existió,
podrá existir de nuevo. Ese algo al que aún intento ponerle nombre, que se va
junto con las personas y las cosas, pero no depende de los que se van para
regresar, porque no está en ellos. Más bien viene a ser más que la suma de las
relaciones, de las acciones, de las visiones, de los esfuerzos, de todos los
deseos y de todos los sueños. En definitiva ese algo tiene que ver más con estilos
de vida, con actitudes, con lo que nos hace ser quienes somos y quienes seremos,
con decisiones y convicciones. Tiene que ver entonces, con lo que nos toca
elegir y con la calidad de nuestras elecciones.
En definitiva ese algo tiene que ver
con los que nos quedamos y con lo que queda. Se reconoce cada vez que optamos
por ser personas, ser familias, ser comunidades, verdaderamente, decentes. Por
lo tanto es lo que nos hace vivir con dignidad, lo que nos define como
ciudadanos. Es por esto que sólo los que nos quedamos podremos hacer que
renazca, que vuelva y tendremos que hacerlo todos, por separado y también
juntos. Deberemos sumar nuestras diferencias, deberemos asumir la
responsabilidad de esta realidad y tendremos que comenzar por decir y actuar
conforme a la verdad, quien dice la verdad hace la diferencia e inicia la
transformación. Los que nos quedamos tendremos que dar la orden opuesta, que
sería la de restituir el respeto por las instituciones, la del reconocimiento
de la institucionalidad, el retorno de la legalidad, algo así como un decreto
de repatriación del país. Tendremos que mantenernos limpios en medio de la
suciedad, honestos en medio de la corrupción, incansables en la construcción de
la paz en medio de la avasallante violencia. Tendemos que hacer emerger el país
que queremos y merecemos de entre esto que hoy tenemos. ¿Cuál será la respuesta
que daremos los venezolanos “no emigrantes” ante tal requerimiento?
Ahora entiendo por qué me ha costado
tanto volver a este texto, continuarlo y concluirlo, tendré que dejar pasar más
tiempo, seguiré en el camino, mientras voy haciendo mi parte. (02 de enero de 2017)